Tales de Mileto, aquel pensador de
la antigua Grecia que es considerado como el primer filósofo conocido de todos
los tiempos, escribió hace 2.600 años que la cosa más difícil del mundo es
conocernos a nosotros mismos, y la más fácil hablar mal de los demás.
Y en el templo de Delfos podía
leerse aquella famosa inscripción socrática —gnosei seauton: conócete a ti
mismo—, que recuerda una idea parecida.
Conocerse bien a uno mismo
representa un primer e importante paso para lograr ser artífice de la propia
vida, y quizá por eso se ha planteado como un gran reto para el hombre a lo
largo de los siglos.
Casi siempre somos absueltos en el
tribunal de nuestro propio corazón, aplicando la ley de nuestros puntos de
vista, dejando la exigencia para los demás. Incluso en los errores más
evidentes encontramos fácilmente multitud de atenuantes, de eximentes, de
disculpas, de justificaciones.
Si somos así, y parecemos ciegos
para nuestros propios defectos, mejoraremos procurando conocernos. Mejoraremos
escuchando de buen grado la crítica constructiva que nos vayan haciendo con
cualquier ocasión. Pero a eso se aprende sólo cuando uno es capaz de decirse a
sí mismo las cosas, cuando es capaz de cantarle las verdades a uno mismo. Gregorio
se contaba a sí mismo sus defectos dominantes. Procuraba sujetar esa pasión
desordenada que sobresale de entre las demás, y así le era más fácil después
vencer.
Esta buena persona era socialmente
inteligente, sabía controlar la expresión de sus emociones, conectaba más
fácilmente con los demás, captaba enseguida sus reacciones y sentimientos, y
gracias a eso podía reconducir o
resolver los conflictos que aparecían siempre en cualquier interacción
personal. Líder natural, que sabían
expresar los sentimientos a los demás y guiar hacia el logro de los objetivos.
Esta es la persona con quien a los demás nos gustaría estar siempre porque sus
reflexiones construían nuevos mundos y transmitían paz, pregonaban ejemplos
llenos de vida y alzaban las miradas de los sentimientos más heroicos.
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