Una
reflexión. La creencia de que la juventud de hoy forma un grupo alineado y
malévolo que vive en un mundo desequilibrado, tambaleándose precariamente al
borde del abismo, está muy extendida en nuestra sociedad. Parece que, casi
instintivamente, reivindicamos el honor de tener la juventud más desafortunada
de la Historia.
Esta
visión negativa de nuestros jóvenes es un agujero negro engañoso en el que
yacen mezclados muchos desafíos de nuestro tiempo. Temas relacionados con el
protagonismo, la libertad y las opciones de los jóvenes de hoy se mezclan con
problemas sociales, como la violencia, el paro, la desesperanza y la
indignación. Volcar estos temas diferentes en el mismo cajón de sastre ofusca
el pensamiento claro y la posibilidad de comprensión racional de los retos que
se plantean nuestros jóvenes.
La
imagen de la juventud de ayer, pacífica, piadosa y de sólidos principios, sirve
casi siempre de telón de fondo melancólico en las discusiones sobre los cambios
experimentados por los jóvenes. Esta idea tan nefasta del presente y tan
gloriosa del pasado no concuerda, sin embargo, con lo cerca que los
adolescentes vivían del límite de la supervivencia hasta hace poco. Un repaso
de la Historia es el mejor antídoto de la nostalgia.
Nadie
que se tome la molestia de comparar los índices de bienestar juvenil de hoy y
de ayer podrá evadir la indisputable realidad de que la pobreza, la ignorancia,
la violencia y las epidemias que plagaban a los jóvenes hasta el siglo pasado,
hoy son mucho menos graves y frecuentes, aunque les prestemos una atención
inusitada.
Sólo
en el último siglo se ha reconocido la adolescencia como un período legítimo en
el desarrollo de la persona, los adolescentes han dejado de ser una propiedad
deshumanizada de sus progenitores y su existencia ha mejorado profundamente. De
hecho, en ningún otro momento han sido respetados, protegidos y satisfechos tan
rigurosamente en sus necesidades y exigencias. Al mismo tiempo, algunos de los
conflictos que afligen a los jóvenes de hoy brotan de los avances de la
civilización. Es cierto que el tumulto de la adolescencia no existía cuando el
trabajo era obligatorio desde la infancia, ni las tensiones entre padres e
hijos adolescentes planteaban un reto cuando estos carecían de derechos y su
educación era un privilegio.
La
evolución psicológica y social del ser humano es un proceso imparable y tenaz
que barre sin descanso las costumbres que encuentra en su camino. Por
abrumadoras que nos parezcan a veces las dificultades de nuestra juventud, no
tiene sentido que ignoremos los hechos y nos dejemos seducir por la nostalgia.
No existe una edad de oro que añorar. Nuestros jóvenes simplemente entrelazan
su andadura con las riquezas y los apuros psicológicos, sociales, económicos y
culturales de hoy. Debemos desechar los mitos que nos ciegan y disfrutar de una
juventud actual, vitalista, cambiante y, en definitiva, mejor.
Pienso
que, en el fondo, la gran ciudad como condicionante de la cultura juvenil,
posee un carácter ambivalente, tiene un aspecto divino y otro diabólico,
combina el más alto grado de estímulo, de tolerancia y de creatividad, con
fuertes incentivos para la agresión, la competitividad y la búsqueda obsesiva
del éxito y la perfección. No obstante, si miramos hacia atrás y reflexionamos
sobre las costumbres del pasado, una cosa está clara: las modas van y vienen,
pero con el tiempo, los cambios positivos perduran. Este hecho es el mejor
tributo al poder socializador del medio urbano.
En
el futuro que se desdobla ante nosotros, se vislumbran más jóvenes que
persiguen su realización y su felicidad, mientras construyen vidas como seres
más libres, autónomos y seguros de sí mismos.
Como
Khalil Gibran, expresó en El Profeta (1.923), nuestros hijos no son nuestros,
son los hijos y las hijas del anhelo de la vida ansiosa por perpetuarse. Se
concibieron por medio de nosotros, más no de nosotros. Y aunque están a nuestro
lado no nos pertenecen. Podemos darles nuestro amor, no nuestros pensamientos.
Porque ellos tienen sus propios pensamientos. Podemos albergar sus cuerpos, no
sus almas. Porque sus almas habitan en la casa del futuro, cerrada para
nosotros, cerrada incluso para nuestros sueños. Podemos esforzarnos en ser como
ellos, más no tratemos de hacerlos como nosotros.
Porque
la vida no retrocede ni se detiene en el ayer.
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